«Nunca se sabe si una persona es inteligente o si es un imbécil que finge ser inteligente.»
«Era claro que al trastocar los nombres y al abandonar los pronombres personales estaba creando un lenguaje que convenía a su experiencia emocional. Lejos de no saber cómo usar las palabras correctamente, se veía ahí una decisión espontánea de crear un lenguaje funcional a su experiencia del mundo.»
«Tenía la sensación de que todos coincidían en soñar el mismo sueño y cada uno vivía encerrado en una realidad distinta.»
«A veces erraba. Pero si erraba pensaba que errar había sido una decisión.»
«Lo más difícil de entender es lo que todo el mundo sabe. El secreto está a la luz y por eso no lo vemos.»
«Nunca se sabe con qué palabras serán nombrados en el futuro los estados presentes. A veces llegan cartas escritas con signos que ya no se comprenden. A veces un hombre y una mujer son amantes apasionados en una lengua y en otra son hostiles y casi desconocidos. Grandes poetas dejan de serlo y se convierten en nada (...) Todas las obras maestras duran lo que dura la lengua en la que fueron escritas.»
Blog de Jose Canteli
«El significado de una palabra es la forma en que se comporta» (Terry Eagleton)
3 mar 2014
12 jun 2013
Poema: «Estimado señor Heaney»
Estimado señor Heaney:
cuando supe que usted visitaría el Centro Niemeyer
para un evento público, me dije que no podía perdérmelo
por nada en el mundo. Y lo hice precisamente
porque conozco mi indolencia incluso para los asuntos más graves.
Temía que el paso de los meses previos a la cita
me hicieran arredrarme o, simplemente,
olvidarlo como se olvida una insignificancia.
Sin embargo, conseguí vencer mi tendencia al extravío,
en el que me instalo a veces con romántico cinismo
y no menos comodidad.
Merodeé por los alrededores del Centro,
admirando la imaginación curvada de un Niemeyer
fallecido pocas semanas antes.
Le vi desde lejos entrar en la cúpula, flanqueado,
con su gorro y su gabardina, recto, con la nuca
tocada por una franja de pelo blanco, una silueta irlandesa
en la distancia sinuosa del recinto de hormigón.
Después, apareció por uno de los laterales del escenario,
con la torpeza propia de la vejez, aunque aplomado y vigoroso
como los mimbres de su poesía.
Subió al estrado y se situó en línea con el atril
que durante una hora
se interpondría entre usted y el público
como un sutil pero infranqueable rubicón:
el que separa el arte de la admiración que se contiene
en su marejada, ávida de devorar
el objeto de su éxtasis.
Pero no se ofenda si le digo que
sus poemas me han emocionado más que su presencia.
Sus libros me ligaron más a usted que su cercanía.
Le sostuve mejor entre mis manos que escuchándole.
Heaney fue más Heaney en el papel que frente a mí.
Y supongo que esa delegación de humanidad convierte
al poeta en un pobre Fausto, corrompido por su ambición,
a los pies de las musas del arte, y de sus lectores.
Sin embargo, he de confesar que al pasar los días
mi memoria ha fusionado ambas dimensiones, la verbal y la carnal,
de manera que le recuerdo, señor Heaney, in praesentia, recitando,
como uno de sus mismos poemas, pudiente, ritual,
hecho de madera, alambre, centeno y tinta de gran pureza.
Heaney, asendereado en mi cabeza
sobre un Avilés lluvioso y post-industrial,
un anciano que desde el frágil balcón de la muerte
enseña la partitura de la verdad con un traje austero
y una mano temblorosa llena de poesía.
cuando supe que usted visitaría el Centro Niemeyer
para un evento público, me dije que no podía perdérmelo
por nada en el mundo. Y lo hice precisamente
porque conozco mi indolencia incluso para los asuntos más graves.
Temía que el paso de los meses previos a la cita
me hicieran arredrarme o, simplemente,
olvidarlo como se olvida una insignificancia.
Sin embargo, conseguí vencer mi tendencia al extravío,
en el que me instalo a veces con romántico cinismo
y no menos comodidad.
Merodeé por los alrededores del Centro,
admirando la imaginación curvada de un Niemeyer
fallecido pocas semanas antes.
Le vi desde lejos entrar en la cúpula, flanqueado,
con su gorro y su gabardina, recto, con la nuca
tocada por una franja de pelo blanco, una silueta irlandesa
en la distancia sinuosa del recinto de hormigón.
Después, apareció por uno de los laterales del escenario,
con la torpeza propia de la vejez, aunque aplomado y vigoroso
como los mimbres de su poesía.
Subió al estrado y se situó en línea con el atril
que durante una hora
se interpondría entre usted y el público
como un sutil pero infranqueable rubicón:
el que separa el arte de la admiración que se contiene
en su marejada, ávida de devorar
el objeto de su éxtasis.
Pero no se ofenda si le digo que
sus poemas me han emocionado más que su presencia.
Sus libros me ligaron más a usted que su cercanía.
Le sostuve mejor entre mis manos que escuchándole.
Heaney fue más Heaney en el papel que frente a mí.
Y supongo que esa delegación de humanidad convierte
al poeta en un pobre Fausto, corrompido por su ambición,
a los pies de las musas del arte, y de sus lectores.
Sin embargo, he de confesar que al pasar los días
mi memoria ha fusionado ambas dimensiones, la verbal y la carnal,
de manera que le recuerdo, señor Heaney, in praesentia, recitando,
como uno de sus mismos poemas, pudiente, ritual,
hecho de madera, alambre, centeno y tinta de gran pureza.
Heaney, asendereado en mi cabeza
sobre un Avilés lluvioso y post-industrial,
un anciano que desde el frágil balcón de la muerte
enseña la partitura de la verdad con un traje austero
y una mano temblorosa llena de poesía.
2 jun 2013
13 ene 2013
El futuro del libro digital
Artículo publicado en El Periódico Mediterráneo el 18/11/2012:
Con frecuencia, el acto de hacer
predicciones resulta ser una forma de ociosidad como cualquier otra.
A la hora de hablar de escenarios tan complejos como el que está
emergiendo actualmente en el mundo del libro, señalar en uno u otro
sentido la dirección que tomarán las cosas es tentar demasiado el
riesgo de equivocarse. Las cifras, los estudios y los debates que
proliferan por doquier nos ilustran algunas de las tendencias,
clichés y corrientes de opinión preponderantes. Pero en realidad
nadie sabe lo que va a ocurrir y por eso las hipótesis se
multiplican rápidamente, en un intento apresurado de despejar
incógnitas y conjurar la incertidumbre. Es el pez que se muerde la
cola.
Hasta hace no mucho tiempo, yo mismo
era bastante escéptico respecto a las cuestiones digitales. Recuerdo
aún los cuentos troquelados con los que me inicié en la lectura, el
tacto áspero de sus hojas gruesas, el filoso contorno redondeado con
los que un niño de seis años podía cortarse fácilmente si no era
precavido al agarrarlo. Entre ese periodo y la primera vez que tuve
un e-reader en mis manos median veinte años, dos décadas de lectura
en celulosa, de acumulación masiva de libros hasta el punto de
desbordar los espacios destinados a guardarlos –característica
genuina de cualquier biblioteca viva.
Las impresiones iniciales del lector
digital fueron negativas: extrañaba la envergadura, el peso y la
maquetación del libro tradicional y lo tuve arrinconado cuarenta
días prometiéndome devolverlo antes de que finalizara el plazo.
Pero no lo hice, y no por descuido o dejadez, sino porque una parte
de mí quería entablar relación con ese dispositivo de aspecto
sofisticado, leve olor a aluminio de fábrica y pantalla inmaculada,
más silencioso que el batirse de las páginas. Cuando venció la
fecha límite, no había marchas atrás: empecé a indagar en él
sabiendo que tendría que aprender a apreciarlo, a disfrutar de sus
ventajas y a convivir con sus defectos.
Pero si echamos a un lado la cuestión
de los formatos, de la apariencia y del físico, si miramos el
interior, veremos que El Quijote lo es tanto en papel como en
digital, que Shakespeare es tan trágico en un sitio como en otro,
que la belleza del lenguaje alcanza la misma clarividencia, sin
distinciones. La literatura fluye a través del texto donde este
quiera encontrarse, ya sea cuajado en tinta o flotando en una
pantalla o en boca de un viejo juglar. La literatura sólo puede
permitirse no prescindir de una cosa, la palabra. Y tampoco puede ir
más allá de ella, para seguir llamándose así.
Probablemente a los escritores de
siglos pasados les habría parecido una locura escribir sus novelas
en ordenador, algo que hoy ya es una convención. Probablemente la
imprenta resultó desconcertante en la mentalidad de los copistas medievales. Pero la tecnología ha sido el mejor aliado a lo largo de
la Historia para el supuesto y anhelado imperio de la literatura y no
hay razón para considerarla una amenaza per se. Todo depende de
cómo se use esa tecnología, de los actores implicados, de los
intereses lícitos o espurios. Hay muchos factores y condicionantes,
oportunidades y amenazas. Lo importante es no caer en absolutismos y
tomarse el ejercicio de la crítica como un oficio innato.
Digital o papel, da igual. Hoy sigo
visitando librerías y sintiendo una emoción idéntica, husmeando en
los libros de papel y abandonándome junto a sus estantes; una cosa
no sustituye a la otra. La gente viaja en coche, pero sigue montando
a caballo. Envía miles de mensajes, pero sigue hablando. El futuro
del libro es, claramente, la propia literatura. Pero semejante
obviedad no acostumbra a ser tenida en cuenta, porque nos hemos
habituado a decir literatura cuando queremos hablar de
negocio. También a decir literatura para aludir al
microcosmos que la rodea, lleno de actos públicos, premios,
reconocimientos y otras veleidades. En el fondo, la literatura
empieza y termina en su lectura, íntima, personal, solitaria, y lo
que surge después no es más que el deseo desesperado e inútil de
aprehenderla.
Contra lo que pueda deducirse del
léxico habitualmente utilizado, el futuro del libro se escribe desde
el presente, no surge de una profecía. Se refleja en los hábitos y
en las costumbres y tiene poco de catastrófico, mientras siga
habiendo escritores serios y lectores apasionados, mientras siga
habiendo alguien que, más allá del material sobre el que deslice
sus yemas, emplee su imaginación para devolverle la vida al texto.
12 ene 2013
'Un lento aprendizaje', de Thomas Pynchon
Libro de relatos de juventud posteriormente revisitados y reescritos. Prosa pulcra y detallista. Mezcla de fabulaciones oníricas con fragmentos vinculantemente cotidianos. Breve: una doscientas páginas. Peculiaridad: un prólogo en el que el autor confiesa sus impresiones respecto a sus primerizos trabajos, con algunas prescripciones para jóvenes escritores. Pynchon, el autor ocluido por voluntad propia, como un libro abierto.
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