Con frecuencia, el acto de hacer
predicciones resulta ser una forma de ociosidad como cualquier otra.
A la hora de hablar de escenarios tan complejos como el que está
emergiendo actualmente en el mundo del libro, señalar en uno u otro
sentido la dirección que tomarán las cosas es tentar demasiado el
riesgo de equivocarse. Las cifras, los estudios y los debates que
proliferan por doquier nos ilustran algunas de las tendencias,
clichés y corrientes de opinión preponderantes. Pero en realidad
nadie sabe lo que va a ocurrir y por eso las hipótesis se
multiplican rápidamente, en un intento apresurado de despejar
incógnitas y conjurar la incertidumbre. Es el pez que se muerde la
cola.
Hasta hace no mucho tiempo, yo mismo
era bastante escéptico respecto a las cuestiones digitales. Recuerdo
aún los cuentos troquelados con los que me inicié en la lectura, el
tacto áspero de sus hojas gruesas, el filoso contorno redondeado con
los que un niño de seis años podía cortarse fácilmente si no era
precavido al agarrarlo. Entre ese periodo y la primera vez que tuve
un e-reader en mis manos median veinte años, dos décadas de lectura
en celulosa, de acumulación masiva de libros hasta el punto de
desbordar los espacios destinados a guardarlos –característica
genuina de cualquier biblioteca viva.
Las impresiones iniciales del lector
digital fueron negativas: extrañaba la envergadura, el peso y la
maquetación del libro tradicional y lo tuve arrinconado cuarenta
días prometiéndome devolverlo antes de que finalizara el plazo.
Pero no lo hice, y no por descuido o dejadez, sino porque una parte
de mí quería entablar relación con ese dispositivo de aspecto
sofisticado, leve olor a aluminio de fábrica y pantalla inmaculada,
más silencioso que el batirse de las páginas. Cuando venció la
fecha límite, no había marchas atrás: empecé a indagar en él
sabiendo que tendría que aprender a apreciarlo, a disfrutar de sus
ventajas y a convivir con sus defectos.
Pero si echamos a un lado la cuestión
de los formatos, de la apariencia y del físico, si miramos el
interior, veremos que El Quijote lo es tanto en papel como en
digital, que Shakespeare es tan trágico en un sitio como en otro,
que la belleza del lenguaje alcanza la misma clarividencia, sin
distinciones. La literatura fluye a través del texto donde este
quiera encontrarse, ya sea cuajado en tinta o flotando en una
pantalla o en boca de un viejo juglar. La literatura sólo puede
permitirse no prescindir de una cosa, la palabra. Y tampoco puede ir
más allá de ella, para seguir llamándose así.
Probablemente a los escritores de
siglos pasados les habría parecido una locura escribir sus novelas
en ordenador, algo que hoy ya es una convención. Probablemente la
imprenta resultó desconcertante en la mentalidad de los copistas medievales. Pero la tecnología ha sido el mejor aliado a lo largo de
la Historia para el supuesto y anhelado imperio de la literatura y no
hay razón para considerarla una amenaza per se. Todo depende de
cómo se use esa tecnología, de los actores implicados, de los
intereses lícitos o espurios. Hay muchos factores y condicionantes,
oportunidades y amenazas. Lo importante es no caer en absolutismos y
tomarse el ejercicio de la crítica como un oficio innato.
Digital o papel, da igual. Hoy sigo
visitando librerías y sintiendo una emoción idéntica, husmeando en
los libros de papel y abandonándome junto a sus estantes; una cosa
no sustituye a la otra. La gente viaja en coche, pero sigue montando
a caballo. Envía miles de mensajes, pero sigue hablando. El futuro
del libro es, claramente, la propia literatura. Pero semejante
obviedad no acostumbra a ser tenida en cuenta, porque nos hemos
habituado a decir literatura cuando queremos hablar de
negocio. También a decir literatura para aludir al
microcosmos que la rodea, lleno de actos públicos, premios,
reconocimientos y otras veleidades. En el fondo, la literatura
empieza y termina en su lectura, íntima, personal, solitaria, y lo
que surge después no es más que el deseo desesperado e inútil de
aprehenderla.
Contra lo que pueda deducirse del
léxico habitualmente utilizado, el futuro del libro se escribe desde
el presente, no surge de una profecía. Se refleja en los hábitos y
en las costumbres y tiene poco de catastrófico, mientras siga
habiendo escritores serios y lectores apasionados, mientras siga
habiendo alguien que, más allá del material sobre el que deslice
sus yemas, emplee su imaginación para devolverle la vida al texto.